«Una cosa soy yo, otra cosa son mis escritos».[^1] Esa es la frase inaugural de Friedrich Nietzsche en Por qué escribo yo tan buenos libros. ¿Qué quiere decir que los escritos del autor no sean el autor mismo? ¿Es posible que un autor pueda desprenderse de lo que escribe sin reprocharle responsabilidad o prestigio de su autoría? ¿Es necesario que un autor y sus escritos sean inseparables? Hay quienes piensan que Ecce Homo es uno de los últimos trazos lúcidos de Nietzsche antes de perder la cordura (perdió el juicio sólo días después de escribir este libro), y que por eso es fácil justificar este tipo de cuestiones tan complejas con el argumento de que simplemente ya estaba más loco que cuerdo. Yo no creo eso; yo creo que Nietzsche estuvo loco desde siempre, sólo que se lo diagnosticaron al final de su vida. No me malinterpreten, no quiero decir que su cordura haya estado siempre perdida (como sí lo estuvo en el final su existencia), sino que su locura fue garantizada desde el mismo instante de haber nacido en una época muy atrasada para su capacidad de pensamiento; como él mismo lo escribió al borde de la locura: «algunos nacen póstumamente».^2
Nietzsche, en su momento, hablaba de lo mal que sus contemporáneos entendían sus escritos y cómo eso, lejos de angustiarlo, le alegraba, pues le daba la razón de que no habían manos ni oídos para manejar sus verdades, y que en algún momento tendría que existir la necesidad de fundar instituciones donde se viva y se enseñe como él supo vivir y enseñar.^3 Seguramente si hoy en día escucháramos algo semejante nos partiríamos de la risa o del coraje ante tremenda arrogancia, como seguramente los prudentes ciudadanos alemanes decimonónicos así lo pensaron. De cualquier manera, no se puede negar que tenía razón y, que lo haya sabido y dicho así, con una mano en la cintura, sólo me hace pensar que Nietzsche fue un cínico; pero no uso esta palabra como la entiende el sentido común, es decir, como desaseado, impúdico o procaz, sino como la definición más clásica de la palabra. Como la define Ricardo Soca en La fascinante historia de las palabras:[^4]
[Los cínicos] daban gran valor al conocimiento y a la formación intelectual, y se burlaban «como perros» —según una expresión de su época— de la gente común, de la mediocridad y de las aspiraciones convencionales. La palabra proviene del griego kyon, que significaba, justamente, «perro», y de allí procede también la voz española «can», que dio su nombre a las Islas Canarias. A partir de kyon, se formó la palabra griega kynikós, «los que se mofan como perros», que más tarde daría lugar al surgimiento del vocablo latino cinicus, que fue el que, en definitiva, llegó al español, inicialmente con el sentido de burlón.
Sí, Nietzsche se mofaba como perro de la ciencia, las buenas costumbres e incluso de la filosofía, aunque él se consideraba a sí mismo un filósofo. No es que se mofara de sí mismo, sino de lo que sus contemporáneos —y de paso todos sus ancestros— pensaban que debía ser la filosofía: ir develando la esencia verdadera de las cosas.[^5] Por supuesto, eso le valió una desacreditación prácticamente general de sus contemporáneos e incluso de personas que en pleno siglo XXI juegan al científico clasificador y develador de la verdad, sea lo que sea que eso signifique. Como el mismo Nietzsche lo decía respecto al esfuerzo conjunto que hacemos los humanos por unificar la diferencia: «¿Qué es verdad, entonces? Un móvil ejército de metáforas, metonimias, antropomorfismos»;[^6] es decir, la verdad es la institución de la mentira.
Si hoy en día eso resulta chocante, hace 100 años era impensable siquiera considerarlo, por eso tuvieron que pasar muchos años después de su muerte para que aparecieran filósofos que pudieran continuar desarrollando su filosofía sin parecer locos ante la escucha de sus contemporáneos; Michel Foucault fue uno de ellos. Este filósofo atendió el problema de la distancia entre los escritos y su autor haciendo referencia a que la narración en la antigüedad estaba pensada para trascender la muerte, como las epopeyas que narraban e inmortalizaban al personaje independientemente de si éste hubiera muerto en los relatos o tiempo después. La cultura occidental del siglo XX y XXI —y considero a Nietzsche escritor de siglo XX gracias a su vida póstuma— ha transformado esta manera de operar y ahora la escritura se liga al sacrificio mismo de la vida, «la obra que tenía el deber de traer la inmortalidad recibe ahora el derecho de matar, de ser asesina de su autor».[^7] El asesinato tiene que ver con la diferencia entre el nombre propio y el nombre del autor:
Si advierto, por ejemplo, que Pierre Dupont no tiene los ojos azules, o que no nació en París, o que no es médico, etcétera, esto no quiere decir que este nombre, Pierre Dupont, no seguirá refiriéndose siempre a la misma persona; el nexo de designación no será modificado por ello. En cambio, los problemas planteados por el nombre de autor son mucho más complejos: si descubro que Shakespeare no nació en la casa que hoy se visita, tenemos aquí una modificación que, desde luego, no va a alterar el funcionamiento del nombre de autor; pero si se demostrara que Shakespeare no escribió los sonetos que pasan por suyos, he aquí un cambio de otro tipo: no deja indiferente el funcionamiento del nombre de autor.[^8]
Esta diferencia hace que la obra y el nombre propio puedan ser pensados de manera separada, mientras que el nombre de autor puede existir dentro de los límites del propio texto e incluso ejercer cierto papel en relación con sus contenidos en el sentido de que un argumento obtiene valor porque lo dijo tal o cual persona, por lo que esas palabras no son cotidianas ni indiferentes.
Más recientemente, Jacques Derrida también habla de la desaparición no sólo del autor, sino del destinatario como condición para que la escritura pueda existir. Esto tiene implicaciones importantes, pues enfatiza la propiedad exclusiva del texto de trascender los límites de la presencia, de interrumpirla abruptamente y de permitir su repetición o iterabilidad (iterabilidad proviene del sánscrito iter-, que significa otro) de manera indefinida.[^9] Como la escritura puede ser reproducida independientemente de su autor, «escribir es producir una marca que constituirá una especie de máquina productora a su vez, que mi futura desaparición no impedirá que siga funcionando y dando, dándose a leer y reescribir».^10
Derrida lleva mucho más allá la consigna nietzscheana al argumentar no sólo que una cosa es el autor y otra sus escritos, sino que considera como condición que el autor desaparezca para que el escrito pueda existir. Una vez más, Nietzsche tenía razón, pues una cosa era él: loco, arrogante, narcisista, brillante; y otra sus escritos: incómodos, críticos, sospechosos, provocadores de duda. Esa separación le permitió vivir más o menos libre de la carga de sus textos y le dio la posibilidad de no pretender ser él mismo el superhombre ni mucho menos Zaratustra, sino simplemente un hombre solo, separado de sus pares. Lo más importante de esta separación entre el autor y sus escritos es, desde este punto de vista, que una vez muerto el autor sus escritos no se extinguen, sino todo lo contrario, se convierten en «máquinas productoras» de lectura y escritura. La posibilidad del texto de trascender a su productor es lo que ha posibilitado la transmisión de la cultura en la historia del ser humano, y también gracias a eso es que, todavía hoy en día, tenemos máquinas que reproducen, como si estuviera junto a nosotros, la risa de perro de Friedrich Nietzsche.
[^1]: F. Nietzsche, «Por qué escribo yo tan buenos libros», en Ecce Homo, 3.ª edición, Madrid: Alianza Editorial, 2011, p. 72.
[^4]: Soca, Ricardo, La fascinante historia de las palabras, [edición Kindle], 2013.
[^5]: Cfr. F. Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral.
[^6]: F. Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, edición digital disponible en: «http://www.lacavernadeplaton.com/articulosbis/verdadymentira.pdf”.
[^7]: Michel Foucault, «¿Qué es un autor?», en Obras esenciales I. Entre filosofía y literatura, Barcelona: Paidós, 1999, p. 55.
[^8]: Ibidem, p.59.
[^9]: Jacques Derrida, «Firma, acontecimiento y contexto», en Márgenes de la filosofía, 2ª edición, Madrid: Cátedra, p. 357.