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Nueve círculos, nueve niños

Cueva en la playa

Hacía un día precioso. Las olas lo arrullaban en un canto líquido que se disolvía a medida que marcaba sus huellas como lacras impresas sobre la superficie cristalina de la arena.

―Las cosas de las que se pierde uno por no tener tiempo ―decía para sí mismo mientras el aire le acariciaba el pelo.

Siguió caminando largo rato sin preocuparse siquiera por la dirección de sus pisadas. De repente, la costa que por un momento parecía no tener orilla empezó a tornarse pedregosa, el camino se hizo más y más sinuoso y, sin saber cómo, se encontró escalando pequeñas rocas que lo obligaban a saltar de una a una para no correr el riesgo de resbalar entre ellas y caer ―aunque desde una corta distancia― al mar que azotaba sin piedad el poco suelo que lograba alcanzar.

Al poco rato de que cambió el camino se dio cuenta de que ya no estaba en la playa que conocía, sino en una mezcla de arena, rocas y mar devastador. Quiso regresar a la seguridad que su memoria le garantizaba en la playa ya conocida de tantos años pero en el momento que dirigió su mirada al camino por el que había venido, alcanzó a vislumbrar una pequeña entrada entre el ejército de piedras que hacían el camino pedregoso.

En realidad no corría ningún tipo de peligro ―al menos no uno consciente―, así que su curiosidad pudo más que la precaución y se acercó a la entrada.

“Por mí se va a la ciudad del llanto; por mí se va al eterno dolor; por mí se va hasta la raza condenada”. Leyó en un letrero de madera clavado sobre el suelo enfrente de él al momento que sentía un hormigueo en la base de la nuca que le recorría la espina hacia arriba.

La justicia animó a mi sublime arquitecto; me hizo la divina potestad, la suprema sabiduría y el primer amor. Anteriormente a mí no hubo nada creado, a excepción de lo eterno, y yo duro eternamente”.

No podía creer lo que estaba leyendo, nunca antes había visto si quiera esta parte de la playa y ahora estaba en frente de lo que parecía una broma pesada de alguien que conocía La divina comedia de Dante demasiado bien. No necesitaba seguir leyendo, conocía perfectamente lo que seguía, todavía le causaba escalofrío pensar en esas letras negras escritas sobre la puerta del infierno, pero sólo por seguridad leyó en voz alta: ¡Oh, vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!

En realidad estaba más emocionado que asustado, al fin y al cabo podía haber sido cualquiera el que escribiera ese letrero sólo por diversión, así que sin más en que pensar, dio un paso hacia la entrada y se dispuso a entrar.

Al asomarse sólo se veían claramente las partículas de polvo que quedaban evidenciadas por la luz debilitada que se filtraba al interior de la caverna, todos los demás detalles se perdían en una nube de penumbra que se mezclaba con un extraño pero dulce aroma que no alcanzaba a identificar, pero que a la vez, parecía familiar. Poco a poco ―sin darse cuenta―, se iba dejando llevar por el hipnotizante y rítmico golpeteo de las gotas que destrozaban su piel al desplomarse contra el incorruptible suelo de la caverna; tan ensimismado estaba que no se dio cuenta que ya llevaba bastantes pasos y que incluso ya había girado por uno de los caminos en las entrañas de la caverna.

Las cámaras se iban haciendo más y más cerradas, la oscuridad era casi tangible aunque de vez en cuando, había entradas de luz ―luz casi imperceptible debido a su debilidad― que entraba por el techo. De momento se dio cuenta de que no sabía por dónde había venido, así que se dispuso a volver sobre sus pasos y fue en ese momento que se dio cuenta que no sólo había un par de huellas, sino varias, no habría podido decir cuántos con exactitud o qué tan frescas eran, pero algo era seguro: no estaba solo.

De pronto le costaba más trabajo respirar, no sabía con certeza si era por el aroma que cada vez se hacía más dulce y pesado o por el pánico que estaba experimentando. La oscuridad misteriosa, las paredes cerrándose cada vez más como si fueran entes con vida; ya no sabía por dónde había pasado y por dónde no, había pisadas por todos lados.

―Tranquilo, tranquilo, respira profundo ―dijo en voz alta. Creía que escuchar su voz lo mantendría en esta realidad y tal vez mataría los nervios unos instantes, pero se había equivocado.

A cada bocanada de aire que tomaba le seguía una más difícil de lograr. Ya no sabía cuánto tiempo llevaba ahí, trataba de conectar sus pensamientos para articular una manera de salir, pero la respiración le pesaba, al igual que su cabeza. Su cerebro trabajaba al máximo, pero sus pensamientos no lograban salir claramente, no hasta que sólo hubo una cosa en qué enfocar todos sus sentidos ―incluyendo los cognitivos―. Enfrente de él, se encontraba un niño ―al menos eso parecía dada su estatura y lo que la poca luz alcanzaba a mostrar, ya hacía un rato desde el último intento de tragaluz que había visto―. El “niño” no tenía camisa o algo que le cubriera el pecho, sin embargo, portaba una especie de saco desgarrado que parecía tener sólo una abertura en el ojo derecho.

—¿E-e-estás per-perdido? ―tartamudeó mientras notaba cómo los bellos de la piel comenzaban a erizarse.

El niño emitía unos ruidos sumamente tenues, que sin embargo se escuchaban a través de los oídos como si viajaran por otra vía en vez de las normales ondas sonoras. Eran unos sonidos que parecían aire desgarrando la garganta, como si fueran un ronquido pero un poco más raspado de lo normal, y sin embargo, en el raspar del aire, se escuchaban respiraciones profundas y normales. El niño dio un paso y comenzó a cortar distancia mientras él notaba que lo único con respiración tranquila era esa figura misteriosa en frente de él.

Todo era insoportable, mientras trataba de mirar hacia otra dirección, notaba cómo la imagen fijada en sus ojos anteriormente se barría como si fuera borrada con las manos mojadas de un oleo cualquiera. Estaba al borde de la asfixia, no sabía en qué momento el aire se había hecho casi sólido, pero cuando la última gota de agua ―al menos la última para él― se desplomó contra el suelo, él la acompañó en su travesía hasta el fondo de un abismo negro y pesado.

Escuchaba entre sueños cómo era arrastrado por las cámaras, escuchaba también la insoportable respiración desgarradora del niño; pero lo más atemorizante fue escuchar esa canción, esa canción con voces infantiles que invitaba a entrar, a “jugar”.

Ven con nosotros, sabemos te divertirás.

Ven con nosotros no querrás salir jamás.

Jugar en los círculos, otra diversión no hay,

ellos son nueve, nosotros somos seis

no podrás huir nunca más.

Casi en estado hipnagógico se dio cuenta que lo dejaron tirado en una cámara. Ahora sabía por qué los cantos se hacían cada vez más fuertes, no era porque fuera despertando, sino porque lo estaban llevando al origen del tumulto.

A duras penas alcanzó a abrir los ojos, los niños ―si es que se les podía llamar así― cantaban tomados de las manos haciendo un círculo entre ellos. Cuando él entró rompieron el círculo, pero no la canción. Los versos seguían y seguían, pero ya no tenía oídos para escucharlos, sólo pensaba en el terror que tenía incrustado en el pecho, ni siquiera se acordaba cómo había llegado a esa situación.

Su mirada se cruzó con la de un niño y casi perdió el conocimiento de nuevo, sus ojos eran como de cristales rojos, como rubíes diáfanos incrustados sólo en el globo ocular, no en toda la cuenca del ojo.

―Ven con nosotros a jugar ―le dijo un niño pero ahora con un tono de voz más hondo, un tono que de haber podido, no hubiera olvidado jamás.

Ni siquiera recuerda que lo hubieran atado, pero sintió la inmovilidad de sus manos debido a una soga que las ataba por la muñeca; y de pronto identificó el olor dulce e hipnotizante que percibió desde el primer instante en el que había cruzado el umbral de la cueva. Opio, ese era el olor, opio quemado, pero ya era demasiado tarde para saberlo. Los niños se iban acercando y con sus garritas desgarraban su vientre. En un último intento por salvarse comenzó a rezar, a pedir el milagro que lo sacara de ahí.

―Oh, tú que habéis entrado, abandona toda esperanza ―le dijo entre gruñidos el niño que le había arrastrado hasta ahí.

La hora de la merienda, que rico es comer

es como un juego del que no podrás volver

mira nuestros ojos, no nos olvidarás jamás

círculos hay nueve, nosotros somos seis

nunca más podrás contar…

Fueron las últimas palabras que alcanzó a percibir entre risas alegres de niños juguetones. Las últimas cosas que sus desgarradas orejas pudieron filtrar de sonido para él. Pero en una última cosa pensó antes de morir: “abandona toda esperanza” así que sólo se dejó llevar por el sueño que ahora cerraba lo que le quedaba de párpados.

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