En la década de 1990 México formó parte de un acuerdo comercial con Canadá y Estados Unidos llamado Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Se suponía que su objetivo era motivar la inversión extranjera y crear igualdad de oportunidades en el sector comercial entre los tres países; sin embargo, al menos en México, lo que provocó fue la desaparición casi total de las pequeñas y medianas empresas para dar paso a los gigantes comerciales transnacionales (en su mayoría estadounidenses).
Una década después, gracias también a las nuevas tecnologías, surgieron muchas editoriales que se hacían llamar independientes con la intención de contrarrestar el peso y poder que tenían las pocas editoriales que habían sobrevivido al TLCAN. Entre ellas estaban Sur+, Almadía, Tumbona Ediciones, Mangos de Hacha, Sexto Piso, El Billar de Lucrecia, Alias, La Cifra, Trilce, Ficticia y muchas otras; algunas ya desaparecidas, otras pocas todavía en operación. Este nacimiento de múltiples voces fue algo bueno, pues añadía propuestas interesantes a la cultura en México. Sin embargo, sucedió un fenómeno interesante en torno a la categoría de «edición independiente», pues muchas editoriales sólo utilizaban ese adjetivo como palabra de moda, «alternativa», indie, como sinónimo de «reciente creación», cuando en realidad querían decir que tenían poca o nula inversión inicial y nada más. Sólo algunas pocas editoriales encontraron en este adjetivo un espíritu autónomo, combativo, crítico e inquisidor de la lógica hasta ahora considerada normal; una lógica que hace apenas 20 años había terminado prácticamente con cualquier propuesta cultural local para dar paso a las grandes transnacionales.
El problema de lo independiente va más allá de la simple nomenclatura, pues muchas de las editoriales de nuevo milenio habían nacido como propuestas «alternativas» que no alteraban nada; eran caudillos ―en el mejor de los casos― de una revolución que tenía como fin quitar al tirano en el poder para remplazarlo con su mejor héroe. El problema era, y sigue siendo, que cambiar a la figura que ostenta el poder ―en este caso la empresa editorial que ve en la cultura sólo un elemento comercial más― no produce cambios más allá de los inmediatos, lo que poco a poco hace que se reproduzcan las mismas prácticas que originaron la revolución en primer lugar. De nada sirve cambiar a la empresa transnacional por la editorial independiente si esta última va a reproducir las mismas estructuras y a cometer los mismos abusos de cualquier empresa neoliberal que antepone la generación de capital por encima de cualquier otra cosa, incluidos los derechos del trabajador.
Entonces, ¿de qué manera podemos proponer una alternativa a la lógica mercantil que anega las propuestas culturales? ¿Cómo podemos dejar de ver a las obras y sus autoras como productos en un aparador de supermercado? A pesar de lo que el sentido común pueda entender, el anarquismo es una filosofía política que tiene mucho que aportar en este debate. Pero primero, ¿a qué me refiero cuando hablo de anarquismo? Esta filosofía es, posiblemente, la teoría política con peor reputación en la historia de la humanidad. En el siglo XX, la palabra «camarada» automáticamente marcaba de «comunista» a quien la utilizara y hacía de cualquiera un «peligro para la sociedad», al menos en territorios democráticos-capitalistas; sin embargo, la connotación de «anarquista» era todavía peor vista (en ambos bandos de la Guerra Fría, además), pues era sinónimo de terrorista, destructor, inconforme, enemigo del Estado (o de la organización proletaria), etc. Hoy en día las cosas no han cambiado mucho. El comunismo fracasó estrepitosamente como alternativa viable para la democracia capitalista, pero el anarquismo sigue siendo visto, a grandes rasgos, como sinónimo de terrorismo independientemente de la forma de gobierno que esté instaurada.
Esta tendencia no está del todo injustificada. Los anarquistas, al menos en siglo XXI, han tomado posiciones violentas que facilitan que los medios de comunicación los encasillen en personas sin escrúpulos que no saben lo que quieren pero no temen destruir todo para obtenerlo. Sin embargo, como en cualquier teoría política, no podemos hablar de un solo tipo de anarquismo, sino de muchos; por ejemplo, el ala radical (la generalizada por los medios masivos de comunicación) tiene que ver con el hastío respecto de promesas vacías e incumplidas de los gobernantes, los altos índices de corrupción en las esferas políticas, los fraudes fiscales cometidos por las autoridades, la inseguridad civil, etc., por lo que ven en cualquier cosa menos directa que la violencia física un desperdicio de energía. Por otro lado, también existen posturas alejadas de la acción directa violenta que ven en la educación y la cultura, por ejemplo, otra vía de resistencia o protesta cuando son llevadas por medio de los principios de la descentralización, horizontalidad, igualdad de condiciones, libertad de la cultura, autonomía, cooperación, etc. Pero esta vía de acción no puede ser «anarquista» simplemente por nomenclatura, pues siempre se corre el riesgo de terminar haciendo lo mismo que supuestamente estamos combatiendo, por lo que un quehacer cultural que tome en cuenta la filosofía anarquista requiere ser repensada desde sus fundamentos.
Saul Newman, en su libro From Bakunin to Lacan, nos habla del problema de alterar la figura de poder por otra sin cambiar las estructuras a su alrededor. Esta lógica es llamada por Newman «el lugar de poder»: el acto de reafirmar el poder en el preciso intento de destruirlo. Esto fue justamente lo que le pasó al marxismo cuando intentó cambiar lo que para ellos era el enemigo de todo avance social (el estado capitalista): cambió de nombre al amo sin alterar el lugar de autoridad represora, lo que terminó por reproducir los mismos abusos que se querían evitar. Creer que esto es bueno y esto otro es malo crea una postura dual, o incluso maniqueísta, que solamente busca cambiar de posición los elementos sin alterar el lugar de poder en sí. Este movimiento, lejos de acabar con el problema, sólo nos da la ilusión de que lo estamos entendiendo cuando en realidad sólo estamos reduciéndolo a blanco y negro. Por eso, un quehacer editorial independiente tendría que serlo no sólo por no pertenecer a una empresa transnacional, sino por buscar su independencia del entramado comercial que parece ser obligatorio en cualquier proyecto cultural hoy en día. Desde este punto de vista, la manera de desplazar no sólo la figura, sino el lugar, sería cambiar la editorial (la empresa) como la entendemos: como un lugar que genera empleo con el fin de producir capital y que opera bajo las órdenes de una cabeza, una jerarquía piramidal que funciona verticalmente, de arriba hacia abajo. Para esto, primero, es necesario entender el quehacer cultural como un quehacer político, no como un fenómeno aislado al alcance de unos cuantos.
Un proyecto cultural y político que tome en cuenta los principios anarquistas puede buscar no solamente poner al alcance de todos la cultura ―como presuntamente lo hace la agenda de cualquier gobierno democrático en el mundo―, sino promover la creación cultural desde cualquier ámbito social; es decir, no pensar el flujo cultural de arriba hacia abajo, «de los que saben a los que no», sino de manera descentralizada y entre pares.
Por eso es importante construir comunidad en torno al quehacer editorial anarquista, pues sin ésta los libros no encontrarían difusión, ya que el sistema industrial-corporativo condiciona la participación a la aplicación estricta de sus propias reglas, como las librerías que exigen descuentos desorbitados a cambio de exhibir los libros, lo que a su vez fuerza a las editoriales a producir sólo productos de consumo inmediato con fecha de caducidad sensible a los caprichos comerciales. Mientras más personas tengan acceso a la educación, a la cultura, y sobre todo a su producción descentralizada, horizontal, colaborativa y solidaria, más cerca estaremos como sociedad de saber gobernarnos de manera autónoma sin la necesidad de relaciones de vigilancia y castigo o de un soberano que nos diga cuáles son nuestras necesidades y nuestros beneficios.